viernes, 31 de diciembre de 2010

Lluvia de caracoles


Ella: Se miraban. Dentro de ella partículas de angustia vibraban hasta calentar el cuerpo, dentro de él la respuesta a todas sus preguntas, el sosiego que por ósmosis empezaba a circular en sus venas, las de ella. Mientras Violeta se dejaba ir lento entre las olas de su pupila, él le decía que no era necesario pensar hacia dónde se desplazaba la vida, mientras se desplazaran juntos. En ese momento se rasgó la última arruga de una nube -profiriendo un grito de vidrio- y empezó a llover. Se quitaron la ropa, por dentro y por fuera, y bajo la cortina de agua parecían curvas prolongándose hasta ser un resorte que los elevaba a diez metros bajo tierra; nacerymorir en un segundo, la vida podía desplazarse hasta la muerte, pero ellos seguirían flotando como dos partículas que se inyectan rayos de sol.


Él: Sus dedos se enroscaban en su pelo haciendo caracolillos. Había tormenta afuera y llovía a cántaros. Llueve a cántaros, dijo Él, te quiero a capazos, dijo Ella. Los dos rieron a carcajadas, Él para adentro, Ella como un torrente de vida, porque en el trópico no se sabe de capazos, porque en el Mediterráneo se sabe de cántaros y de ir tanto a la fuente que el cántaro se rompe. Sus dedos siguieron recorriendo las novenas de un sentimiento que había surgido de un juego. Soy una bruja, amor, pero las brujas no existen, dijo Ella, soy una pregunta, amor, pero las respuestas no existen, dijo Él. Llovía sin consuelo afuera y dentro las palabras jugaban al corro chirimoro, a las escondidas y al sambori. Mare, he tocado mare, dijo una (quizá era una palabra llana), plantando todas sus sílabas abiertas en la frente de Ella; levanto la malla por tus ojos, que los estoy viendo mirarme, dijo otra en un decir imposible. Las gotas se deslizaban por el cristal de la ventana. Todo estaba oscuro menos su risa.
 

jueves, 30 de diciembre de 2010

Libros

Ella: Ya era adicta a los libros cuando aprendí a leer. Creía que las letras eran minutos y que se dejaban caer sobre la página para que su cadáver dejara una mancha parecida a un dibujo. No hay, sin embargo, nada macabro en este pensamiento, era una niña que no sabía leer pero que intuía sin ninguna dificultad el lienzo infinito capaz de albergar vidas superpuestas. Luego, cuando aprendí a leer, me di cuenta de que no pude tener una percepción más acertada: las palabras eran cadáveres de ideas dispersos en la hoja. La adicción se hacía más fuerte tras cada libro; la sensación de vacío que quedaba después de la lectura, la nostalgia de que hubiera acabado ese recorrido, me impulsaba rápidamente a tomar otro para pasar el duelo. Más tarde comprendí que mi adicción a los libros no eran sino el reflejo de una búsqueda, de una quimera que se redimensionaba en mi interior tras cada libro, así que quise mirar a los libros desde el otro lado, cambiarme de silla, escribirlos. No me fué mejor, la búsqueda es la misma, me muero y renazco tras cada libro que leo, y tras cada texto que escribo. Es algo que compartimos, él y yo, la adicción a las páginas que de tantas maneras distintas nos retratan, es por eso que ahora escribimos, también, al  mismo tiempo; para ver si sentándonos al otro lado, en la silla al frente, seguimos siendo un espejo de voces. El resultado nos inyecta un cordel de asombro escarchado minuto a minuto.

Él: A veces se le quedaba mirando fijamente para bañarse en la tristeza de sus ojos. Veía una mirada que venía de una nube, de uno de esos fenómenos físicos que ella le explicaba para explicarle lo invisible. A veces la mirada era de un color y otras de algún recuerdo que ella comprendía sólo con mirarlo, como si ya le hubiera leído todos los momentos de aquellas vidas dejadas escurrirse entre los relojes de los soles abiertos de par en par, como claraboyas que dejan ventilar un alma. A veces, sólo a veces, ella besaba esos ojos para que se mojaran lo suficiente del rocío de sus gotas de lluvia engarzadas entre sus mejillas. Aquel día todo ocurrió igual, los dos viejecitos siguieron mirándose durante años. Al fin y al cabo eso no era tiempo para sus cuatro mil años, sólo era amor de cada segundo. Yo pasé caminando a través de su silencio, ella se había dormido leyendo a Vargas Llosa y el libro también dormía sobre sus senos. La acaricié suavemente y el tiempo comenzó otra vez a andar.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Línea

Ella: Dejar que la línea corra ignorando todo obstáculo de vidrio que pretenda rasgar la entraña, dejar que se largue de una vez y para siempre, exiliada de mi mundo. Que habite el espacio de otra sombra, los ojos de otro espejo, la vida de otro cuerpo. Yo debo dejar que la línea corra en el lomo de una yegua blanca, en la danza hipnótica de los árboles más viejos que circundan el morichal, y que se muera en el vientre de una tarde roja; sin rencores o cinceles macabros que perduren en la memoria después de su partida. Hay que dejar ir la línea, dejarla correr, curarse, y recuperar el tiempo que no recuperaremos nunca. Tú te quedarás porque siempre has estado, me has habitado durante años como una posibilidad, y ahora me habitas como una realidad palpable, una prolongación de mi propia esencia al otro lado del mundo, el bálsamo claro que me alivia cuando no sé soltar las líneas y salvarme.

Él: Atravesar las paredes sólo es posible si hay alguna pared cerca, atipló la voz Charles, el huidizo, tres segundos antes de caer aplastado por una pared, en este caso un techo que se le vino abajo en la última representación de su afamada y también última comedia “Lo que esté quieto que no se mueva”. El ensordecedor ruido se apagó por las fanfarrias de gritos aterrados y afinados hasta la implosión vídrica, carreras de todo tacón y espuela se desbocaron por el patio de butacas, señoras aplastadas entonaron sus entrenados estertores, corbatas de lazo enlazaron cuellos hasta aguillotinarlos, besos de palco se chasquearon entre dentaduras postizas, alarmas incendiarias se quemaron con el incendio, tonos y dial tonos se armaron su serenata, mujeres mellizas se quedaron sin melliz, huesos postizos se abocaron al cocido del caos y el polvo que inundó todo el teatro en cuestión de segundos. Nadie sobrevivió, pero años después aún recuerdo la sensación de polvo y hastío, de tanto titular, tanta noticia, tanto credo, tanto rezo, tanto muerto, tanto vivo, que no sabe decirme si de verdad vale la pena tanta tinta, tanta tinta.

martes, 28 de diciembre de 2010

Sueño

Ella: He puesto las palabras al sol y, al secarse, las he descolgado. Sentí, por un segundo, la rabia del perchero; sus ojos eran una aguja desplazándose en mis venas como un barco. Me las he puesto, a las palabras, como si fueran un vestido deshidratado, mi cuerpo se habituó al tacto áspero de la tela, sabiendo que aquellas palabras que llevaba puestas estaban limpias, desprovistas de pedantería alguna. Son las palabras que quiero sembrar para tí en las densas capas del sueño, que germinen y nos colmen de nervaduras mientras dormimos.

Él: Cuenta una leyenda ucraniana que en la península de Crimea las estrellas cantan ópera. Cada noche, cuando la luna marca su cenit, un suave murmullo empieza a aflorar por los riscos y las dormidas playas; poco a poco el arrullo se hace canto y si algún extranjero pasea la noche es capaz de escuchar con entera nitidez algún aria jamás cantada hasta entonces. La noche se llena de lluvias y luceros que caen desde las plateas de las nubes embozadas y el caminante siente un cierto temblor en algún punto entre su pecho y su infancia. Nunca creí estas historias, ni tampoco a mis oídos cuando aquella noche me acerqué al acantilado, no quise ablandarme por el temblor ni por ninguno de mis sueños olvidados, pero no pude evitar sentarme en una roca a esperar que su estrella me cantara.

lunes, 27 de diciembre de 2010

La fotografía

Él: Las fotos iban pasando una tras otra como se pasan los días. Eran fotos viejas que traían de nuevo a la vida lo que ya no existía. Instantes que quedaron perpetuos, aferrados a sí mismos como si esa fuera la única prueba de que habían sido alguna vez. En una de las fotos vi su cara mirándome como si me saludara desde un espejo. Volví a creer por un instante que me guiñaba el ojo izquierdo, creí también que escuchaba su voz cantándome una de aquellas canciones que se aprendía para mí. Separé la foto del montón y la acerqué a mis labios para besarla. Me besó. Me dijo: “Cuida a mi nieta”. Me sonrió desde el papel virado ya casi a sepia, desde su mirada que nunca pensó en mirar tantos años después, desde su mano quieta agarrando la mano de su marido, posando para la ocasión, posando para no moverse nunca más. Le di la vuelta a la fotografía. En su reverso había una frase escrita con una letra esmerada, con una letra sacada a dar un paseo para que todos la miraran. Decía: “Ningún tiempo existe si no lo vivimos”. Yo no supe si estar de acuerdo, pero la volví a besar y la dejé en el montón en el mismo momento en que Violeta, como tantas veces, vino por atrás y me tapó los ojos con las dos manos. “¿Quién soy?”, me dijo.


Ella: Nadie sabe más que el tiempo, aunque éste no exista. El otro día lo vi ordenando fotos, por supuesto, cronológicamente. Me asombró el gesto implícito en cada gesto, el pacto de silencio que contrajo consigo mismo; su forma de acomodarlo todo, hasta la partícula más insignificante, en el sitio exacto. Jamás, en cuatro mil años, he visto un rostro semejante porque no tenía rostro, tampoco manos. Su forma de acomodar las fotos no era común, porque para ello no necesitaba un cuerpo físico, él simplemente dejaba rodar los años bajo los que las personas en dichas fotos morían triturados, gastados, con heridas de guerra y arrugas torturando el rostro. También echaba a rodar instantes de otra índole, bajo los que estas personas se estrellaban para descubrir que el tiempo fabricaba años vacíos de contenido para que ellos pudieran llenarlos a su gusto, como esos de nívea claridad en los que no hace falta explicar nada, en los que la existencia se justifica por sí misma. Lo que las personas de la foto olvidan es la complicidad que hay entre la muerte y el tiempo, de cómo el último pone en manos de la primera lo que ha nutrido durante, valga la redundancia, muchos años.

domingo, 26 de diciembre de 2010

Lienzo


Ella: En ocasiones necesito un fondo al cual anclarme, en el que pueda permanecer estática para escribir algunas líneas durante cinco minutos. La velocidad del pensamiento excede la velocidad de la luz y, aún ante semejante evidencia,  me sigo preguntando la razón de que mis manos no logren retratar las ideas con rapidez suficiente. Así que me acuesto, escupo palabras hacia arriba, trato de seguir su descenso con la mirada, descubrir a cual vorágine gravitatoria se subordinan. Cuando se han enraizado al nervio de la fosa, me asomo al borde y miro; comprendo que son caleidoscopios, que son maleables, que entre las palabras y el mundo -ese en el que tú y yo somos la prolongación de un sueño palpable- hay una superficie de poros y anémonas, en la que realidad y mito son las hebras de un mismo lienzo.


Él: La gravedad de los ritos consiste en repetirlos concienzudamente sabiendo que se está ejecutando un rito. Cada mañana, justamente con el primer rayo de sol, Violeta asoma su rostro por la ventana y dice gritando: “Buenos días, señor sol”, entonces el sol le guiña imperceptiblemente un rayo de sol y Violeta ríe feliz porque sabe que el sol viajará con ella a través de cada segundo de ese nuevo día que no sería nada sin él. Desde ese momento todo es una sinfonía de risas y admiraciones en voz alta, de palabras que vuelan a su alrededor queriendo encontrar acomodo en su libreta de tapas de mariposa, de sonidos que la abrazan y le dan también los buenos días como si hubiera tantos días buenos como para regalarlos. Violeta anda por las calles buscando su reflejo en los charcos, a veces se para como pensativa y un poema le sale de algún rincón de su adentro como si fuera una horma donde las palabras se acuestan para sentirse cómodas.

sábado, 25 de diciembre de 2010

De por qué

Él: De por qué no estás triste me hablan tus pasos a saltos y tu dedo señalándome cada color vestido de escaparate. De por qué el tiempo, me hablan sólo los reflejos de tu risa cuando vuelves en un instante que dura siempre tu rostro hacia mí. De por qué tú, cada pequeña brizna de aire que se convierte en vida me habla. Y hay un carrusel donde la gente grita y cierra los ojos para escapar, hay un perro mirándote porque sabe que tú lo ves, hay una papaya en un cajón de la frutería y le hablas al frutero con todas tus notas musicales. Hay cien días, mil días, sólo un segundo, pero el tiempo eres tú parando el tráfico al cruzar la calle. El tiempo, el espejo, las cosas suceden y ya es de noche, ya es de día, y tú ríes y yo me pregunto de por qué qué.

Ella: Podría arrugar este escenario y tirarlo a la basura. Conozco el movimiento a la perfección; parece que mis dedos nacieron entrenados para acertar el tiro con los ojos cerrados, entre mis manos y el cesto de basura hay una curva de 180 grados que es también la línea recta por la que se fuga una historia, como una amputación. Esto de tú y yo con mar en medio, esto de kilómetros trazando lejanía entre los brazos, es precisamente un escenario con textura de hoja que puede arrugarse, recorrer la curva de 180 grados, y dejar limpio el espacio de ilusorias ausencias, un espacio habitado en el que nos somos desde la desnudez más profunda.

viernes, 24 de diciembre de 2010

Respirar

Ella: La realidad no siempre se queda fija cuando logro atornillarla a la pared, parece que me guiña el ojo y no hay forma que renuncie a las ganas de quedarse desnuda en plena sala. Yo la dejo, ella puede dilatarse todo lo que quiera, puede andar desnuda por casa y hasta hurgar las gavetas con sus dedos de plastilina, no me opongo; sé que en algún momento se encontrará con el espejo y, cuando eso suceda, cuando pueda medir sus arrugas, la piel ajada y marchita, cuando note que su belleza es ilusoria y no pueda sostener por un segundo la línea recta entre sus ojos y el espejo, entonces, se irá hecha una maraña de quejidos, y volverán las leyes que rigen un mundo en el que flotar es tan fácil como respirar bajo el agua. En ese mundo solamente caben dos personas, que al final son una porque comparten los pulmones.

Él: Jerusalem es una ciudad llena de iglesias y de santos puestos a emigrar. Nuestras sandalias nos señalan el paso entre calor y tu mano se acerca a mi boca para que calle los dos segundos que tarda tu sonrisa en darme su sonrisa. Callejeamos y nos preguntamos todas las cosas que aún no han muerto por ser respondidas. Hay niños descalzos con piedras en los bolsillos y tú a uno le das cinco dólares para que se tome un día sabático de ser un perdedor. Me señalas el muro y yo me pongo a rezar. Rezo por las palabras y los silencios, porque nunca los separe ninguna pared, rezo por rezar mientras noto tu boca en mi nuca, sabiendo que es la única arma que nos puede desarmar. Rezo del derecho y rezo a la pata coja, rezo cantando y canto la canción que aquellos curas borrachos cantaban en mi barrio. Estoy en Jerusalem y tú me hablas de Alejandría, de la biblioteca, de Auster, mi viejo amigo, y me agarras de la camisa para que vea una cúpula que parece otro cielo. Me dices que te dibuje un mandala en la arena y yo te doy un beso para respirarte.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Redención

Ella: En el vacío se disgregan muchos rostros, habitan la córnea cual transparencia rozando los tobillos, son anémonas que perforan océanos de niebla. Nada se distingue, la intensidad del negro se mide con la ausencia del blanco: es total. Sólo un temblor, la insinuación de un color que te esculpe en amarillo, me distrae del abismo en que se ha convertido mi memoria.

Él: Siempre pasaban dos o tres cosas increíbles cuando ella estaba a punto de llegar. De pronto a los paraguas les salían flores o las mismas flores, que antes se asolaban como para ir de fiesta, se volvían importantes y serías y se atusaban los pétalos y los estambres como si lucieran bigotes. Los dos cerrábamos los ojos mientras llegábamos y nos veíamos llegar. Siempre, cada vez, adivinábamos cómo nos habíamos vestido. Sus jeans azules descoloridos atados en las pantorrillas, mi chaqueta a cuadros gastados, de sindicalista, me decía ella si poder aguantar su risa de campanilla y sus cabriolas de juego. Un día nos pensábamos con música y la partita número dos nos mecía el abrazo y el sabernos sentir. Los colores iban y venían, una noria giraba entre bocado y bocado de la fruta que le daba de mi boca. Una noche me dijo yo sé, amor, yo sé, y enroscó su dedo en mi pelo para que soñara en peces de colores.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Vidrieras de mil colores

Él: Un día se cayó la lámpara de la sala a mis pies. Primero oí un temblor, apenas una pulsación en mi sien derecha y el viejo temblor de mi labio inferior, luego ya fue todo un terremoto y el techo pareció doblarse en una arcada que me torció el mundo y el lomo de una palabra tuya quedó escrita a fuerza para siempre en el horizonte. Recuerdo también que llovía y que el gato no hacía ningún ruído, a mí no me hacía ningún ruído mientras tus pasos me llegaron desde algún lugar húmedo y tu mano acarició mi frente y la lámpara estaba allí, hecha añicos en mi sueño recién roto, recién brotado de un olor que tú me contabas que era azul y de un dolor que era una pérdida, aquella pérdida antigua que tú me curaste con tu sonrisa de curandera acostumbrada a sentir caer las lámparas y los mundos y los siglos. Me dijiste: Tranquilo es sólo un sueño.  Y los dos reímos a carcajadas de saber que siempre vivir era un sueño, ver los colores de la vidriera reflejarse en tu corazón como si fuera una de esas viejas bolas de discoteca en las que todas las luces parecían ser un nuevo segundo de esperanza, de que algo ocurriera, de que algo fuera. Me besaste suave, como mi sabia curandera y me dijiste escúchate vivir y me verás siempre junto a ti. Como si fueras una vidriera de mil colores, le dije, te veo así, te quiero así.

Ella:
Un ensayo diminuto, para mi Alex

En un minuto cabe una vida con su muerte; de hecho, caben mil muertes. Un minuto no es tan sólo una fila india de segundos que se estrellan contra la nada absoluta; es también una botella que contiene, en una gota, la historia completa del mar. El problema, en todo caso, no son los minutos, sino los ojos: artefactos inútiles que no logran anudarse al pulso mismo de la vida cuando no hay, entre ellos y su portador, un alma clara.   

martes, 21 de diciembre de 2010

Diálogo


Ella: Compartimos un cigarro que duró hasta la parada del colectivo. Se impuso un diálogo de gestos que no nos dejó emitir palabra mientras caminábamos, uno al lado del otro, sin mirarnos; pero sabiendo, desde un silencio esférico, que estábamos allí. Justo ahora me acompaña sin articular una sílaba, pero siento el peso dulce de sus ojos recorriendo los contornos de mis dedos, que seleccionan las palabras con un temblor apenas notable, como si estuvieran agitando frágiles cortinas de humo. También ahora sostenemos un diálogo que traza un puente sólido entre su mundo y el mío, aunque nadie, nisiquiera yo, pueda registrar tan sólo una frase audible; sólo se percibe un eco interno, una vibración muda en la que caben todas las palabras del universo.

Él: Llegar a casa es coger la senda que sube la ladera e ir pensando con pasos lentos que tu olor de violeta recién bañada me viene a buscar para que no me pierda el guiso de tu mirada. Llegar a casa es volver al cielo y el flotar, volver a las mariposas revoloteando como campanillas y un suave rozar que poco a poco toma impulso de balanceo y nos acaba con sudor agradecido y otro baño. Volver a casa es recular un poco para tardarte menos, andar de lado para llegarte pronto, saltar las piedras como jugando al sambori para saberte cierta esperándome en tu cielo. Llegar a casa es oírte cantar esa canción que nos apega, un fado hecho alegría con letra de Madredeus y música de tu alma. Llegar a casa es vestirte con todas las palabras que ayer guardaste para mí en tus bolsillos. Sacarlas y ponerlas en fila, desfilando por mi memoria, que sólo es ya la parte del día que está esperando a hacerse tuya.

lunes, 20 de diciembre de 2010

Palabras


Ella: Colecciono palabras. El criterio de selección varía al ritmo de los ojos. En ocasiones las guardo en el bolsillo por su forma de teñir la sangre, de colarse entre los dientes de un libro. Guardo también sus fantasmas, la huella que dejan en las paredes, el musgo que se estira como una lengua hasta ensalivar la página. Conservo en pequeños frascos algunas palabras etéreas que me gusta repetir en voz alta cuando estoy sola, las siento emerger desde una cavidad anónima, como una exhalación que impregna cada molécula amarilla y me siembra un par de alas en las clavículas. A veces las palabras se cierran, dibujan un círculo que me aisla del mundo. Es entonces cuando las libero y a su aire parecen reagruparse, formando un universo de significados paralelos que trascienden cualquier significado, se compenetran de tal forma que el resultado es una sola palabra, impronunciable, que sólo puede transmitirse en un diálogo de silencios polares; como los que inundan al mundo cuando estoy frente a la selva vírgen de sus ojos.

Él: En aquella ciudad las puertas sólo se cerraban del revés; es decir, cuando se abrían. No se sabe por qué encanamiento o por qué rito o por qué porque inexplicable, las sonrisas siempre sabían a medias lunas y el café era auténtico café, de ese que al colarlo se queda con el alma de algún esclavo puesta a secar a las barbas de un sol que mira distraído apoyando sus barbas en una mano ensimismada. La casa era amplía y fresca, los pasillos se volvían a mirar nada más pasar por ellos y las culebras saludaban respestuosas por miedo a que alguna planta del píe diera un traspíes; algunas veces los gatos jugaban con ellas y también las vestían del revés. Era una ciudad alegre, con charcos reflejados en los campanarios y teléfonos colgando de sus cabinas, no fuera que alguna llamada rompiera ese ritmo pausado de pasos y caricias que en los soportales jugaban al escondite. Por las calles empolvadas jugaban los rayos de ese sol pensativo, poco a poco unas huellas se convirtieron en un escrito, poco a poco nuestro eco se convirtió en texto.

domingo, 19 de diciembre de 2010

Los ojos

Ella: Estos ojos nuevos no me caben en las cuencas. Quieren salir corriendo y adherirse a cada trozo de mundo que perciben. Los siento bailar en las órbitas, inquietarse ante la figura de un gato negro, deslizarse falda abajo hasta unirse a un charco de colores que en realidad es el reflejo de un arcoiris. Creo que mis ojos tienen fiebre, se tocan la frente cada tanto y buscan, como queriendo mirar más allá de sus límites, como si quisieran comprender el mecanismo interno que hace girar las cosas hasta acomodarlas en el sitio exacto, de esa forma una vez y nunca más. Yo los dejo, que se vayan y recorran mundo con sus pies de arcilla, así me quedo con los sonidos, con el tacto, con las palabras insinuándose en mi boca. Los ojos pueden irse porque sabré dónde buscarlos cuando se haga de noche. Estarán pegados a tu ventana, midiendo el pulso exacto de tu respiración, haciéndose un uno con el movimiento pendular de tus pulmones bajo tu pecho.

Él: Los cielos no podían dejar de caer y el azul se desparramaba por los suelos poniéndome los tobillos perdidos, casi torcidos en un estúpido intento de esquivar la realidad. Realidad es esa señora gorda que sirve huevos con tocino de los que luego te sientan mal. El bar está repleto de gente y yo cierro los ojos con fuerza para recuperar su cara, sus labios, su forma de cantarme una canción. La canción que suena ahora es otra, una especie de lambada con esas letras ridículas y machistas que a ella le gustan tan poco. Los huevos están buenos a pesar de todo y le pego un trago muy largo al día hasta que anochece y oígo sus pasos venir. Me tapa los ojos con sus dos manos y me pregunta: "¿Quién soy?" Cuando he terminado de decirle quíen es ya ha amanecido y la cama está deshecha, su pelo le tapa la cara y sueña conmigo desde algún sueño. El azul del cielo está mirándonos y yo sonrío.

sábado, 18 de diciembre de 2010

El recinto


Ella: Me asomo a la esquina y retengo el susto gritando hacia adentro. No saben que los miro, pero de alguna forma intuyen que no están solos. Mientras el día transcurre en milimétrica rutina, yo pemanezco a buen resguardo bajo el punto de sombra que me hace invisible, estoy mimetizada entre una pared y otra del recinto, y la esquina es la ventana que me permite ver el mundomanicomio que se despliega ante mis ojos como una piel de jeroglifos. Cinco minutos aquí tienen el sabor de un siglo, y la única isla a la que puedo aferrarme está situada en el mar verdoso de tu mirada.

Él: Sonrisa es un nombre de chica que yo no voy a decir. Sonrisa corre cantando, riendo, soñando, a veces mintiendo a veces su palabra es un parasol mejor que el sol. El sol se pone en el morichal y ella sale a respirar y a jugar con los sapos que la saludan y le cantan una canción de Edith Piaf. Sonrisa va caminando y descubre colores que no saben que son colores y un gato pasa haciendo ruido con sus pisadas y sonrisa ríe, sonrisa ríe porque es una brujita desde hace 4.000 años y su nariz está acostumbrada a saber. Todo es azul, quizá de noche y sonrisa está triste. Los búhos se esconden tras sus ojos amarillos y el viento suena como el violín que sonrisa tocaba cuando estaba pequeña. Todo es triste, quizá azul, y sonrisa lee un libro del revés a ver si la vida se le pone del derecho. Sonrisa calla, sonrisa siente que empieza un nuevo día y se gira y guiña uno de sus ojos (ella sabe guiñar cualquiera de los dos), y se come una papaya y dice coñoesumadre y ríe, sonrisa ríe porque sabe que la noche sólo dura medio día y también sabe que ya queda poco para que todo sea nada más que su sonrisa.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Detrás del vidrio

Ella: El viento, detrás del vidrio, no se desliza entre las pestañas. Los dedos, tus dedos, no se alojan en los confines del cuerpo, ni recorren la línea transparente que me ata a la vida. Detrás del vidrio hay un silencio trágico, el peso de una eternidad que se acomoda en los hombros.

Hoy decido que el vidrio no puede inyectarme su silencio polar en las venas, no puede exiliarme, porque el exilio se lleva por dentro. Así que hola mundo como estás, ábreme las piernas, tus colores seguirán hiriendo mis pupilas de tan radiantes, seguirás siendo hermoso, y los dedos, tus dedos, podrán recorrer cada línea, cada avenida de esta ciudad que en ocasiones se llena de fantasmas.

Él: Atravesar la nada es fácil siempre que se tenga un poco, o mucho, de nada. Es tan fácil como ese movimiento de mis dedos que un día adivinaste, tan fácil como rular un pito, como escupir al cielo. Tan fácil como decir tan fácil. Un paso, dos pasos, tres segundos pensando el siguiente paso y darlo hacia atrás. Desandar. Un paso, dos pasos, tres veces negando que todo sea tan lejos, tan oblícuo, tan fácil. A veces las aceras parecen alfombras que te llevan en volandas hacia cualquier sitio, cualquier museo o cualquier quiosco de prensa donde las letras parecen aspirinas. Hoy quisiera una acera para mí sólo, una acera que me enrollara cada paso hasta la espinilla, que me atara al caminar durante horas y horas como si fuera una cinta sin fin. Una acera que me callara el pensamiento, que me callara esta verborrea que desde el estómago me inunda los pulmones, tus pulmones, llenándome los ojos de angustía y el llanto de una de tus canciones, de cualquiera de tus poemas. Pero estoy seguro que detrás de la nada estás tú, de vuelta y contenta, brillando y riendo, detrás de ti estoy yo porque yo sin ti no soy nada.

jueves, 16 de diciembre de 2010

El día que todos los tambores se pusieron sombrero

Él: Atanor es un nombre que lleva ruído. Es un ruído rudo que se mece metálico entre los oídos, es un ruído seco y sin escombros, un ruído que cae y rebota siempre en la última sílaba, como no queriendo ahogarse en el siguiente silencio. Atanor es un ruído de esos que querían ser música o canción o tu nombre, Violeta, pero se quedaron en ruído, en simple demora de algo que nunca se quiso sentir ruído, que sólo quiso ser dicho. Atanor es un nombre de tambor, mi tambor viejo y despellejado de tantos golpeos, de tantos latidos de su piel combada que un día quizá fue vaca e incluso tierna ternera y hoy suena como un trueno tronando a través de mi recuerdo o de tu silencio. Atanor me suena a fábrica, pon, pon, pon, y lentamente me alzo, la sirena suena, la fila anda, los sombreros se levantan y mi memoria gatea hasta aquel sonido de tus labios pronunciando tu propio nombre. De pronto todos los sombreros llevan bajo sus alas un tambor, los pasos se mueven, los sones suenan y lo invaden todo. Atanor me tapa el silencio de pensar en ti.


Ella: Entre sus labios y el café hay una distancia imprecisa, no por la distancia en sí, sino por lo mucho que tarda el café en llegar a su boca. Yo lo miro desde el otro lado. Un escudo de voces me esconde al fondo de un bolsillo que él no percibe. Creo que no lee el periódico como le hace creer a todos. Está leyendo el cielo a través del ventanal, por encima del periódico. Sus ojos se mueven al ritmo de las nubes, esto lo sé por la humedad que dibuja el trayecto de su mirada. Está tan perplejo, ensimismado, mirando; que por un segundo me desintengro, asciendo y me dejo caer en la fusión pulmonar de las nubes, y cuando estoy frente a sus ojos, por fin, frente a sus ojos, y él por un segundo frunce el ceño como si no pudiera creer que allá arriba una mujer lo saluda, le hago saber entre silencios que si gira el rostro hacia la derecha, y me encuentra, dejará de buscar pájaros en la ancha espesura de las nubes.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

La b se viste unas sayas con volantes

Él: La b minúscula es una letra con barriga, siempre lo he dicho. A mí me gusta mirarla desesperezarse con sus dos bracitos ocultos, apenas visibles entre los remolinos de sus risotadas. Todas las mañanas me asomo a mi ventana y ella abre de par en par los postigos para que mi vista se recree. Y ríe. Rie como una cascada, como un tropezón de risas cayendo en cascada desde su boca abierta como si fuera una a, riéndose de no haber sido nunca una a. Eterna segundona. La b mueve su bigote como si lo tuviera. Es su manera de saludarme. Y luego mueve su barriga a ritmo de samba y yo apoyo la barbilla entre mis manos como cuencos como si así acunara todo el conocimiento de estar viviendo, de estar viendo su barriga subeybaja bailándome la alegría. La b se recata y se pone su saya. Los volantes ocultan su ombligo y un ojo me lo guiña como dándome una colleja en la mirada.

Ella: Hoy no he asistido. No es posible tanta paradoja; forman una fila que se pierde en el horizonte hasta convertirse en un punto que perfora y perfora; basta que le confíes la espalda a un árbol para que cada paradoja se distienda y revele el rostro de este mundoabsurdo, mundomanicomio, en el que la palabra bueno no se escribe con b de barriga, sino con v de vorágine, de villano.

martes, 14 de diciembre de 2010

Cinco minutos y ella

Él: Cinco minutos y ella en la ventana, su cara su boca su mirada, reflejada, mirando, tras la ventana y pasando el tiempo las gotas de lluvía los cielos y las sombrillas de taparse el sol. Cinco minutos viviendo y ya nada existe todo se ha quedado hecho baba de caracol dibujando un camino entre lo que pienso lo que piensa y ponemos una coma. Viva la Academia. Cinco minutos para decir cada cinco minutos lo que nunca le he dicho, lo que nunca me he dicho, y las muñecas se van poniendo en fila para reírse, quizá burlarse o cantarme una canción o un soniquete en el que el verso es un puesto donde venden corazones al sol. Cinco minutos, difícil tarea de escribir palabras cuando todo está ya sabido y requetesabido. Es posible repetirse hasta la infinitud, esa triste explicación de hacer círculos alrededor de agujeros que quieren ser ombligos. Todo son huellas, todo flores de plástico en jarrones de porcelana que nunca visitaron China. Cinco minutos que se escriben en cinco segundos porque son su huella, su baba, su cáscara de parasol. Ella.

Ella:  De las piedras no sé nada, a su antojo cada una se rasca la lengua y se deja ir entre las piernas del río que pasa cerca de mi casa. No tengo nada que envidiarle a ese río de anchísimas facciones que parece una llanura líquida. También yo tengo una bonita isla en el ombligo donde se posan las garzas a tomar la siesta. Las garzas nunca tardan más de cinco minutos en venir cuando mi ombligo se asoma entre los pliegues del agua, aterrizan como plumas, lamen los contornos, y al despertar descubro que es él, con su lengua de río, mirando a través de la ventana.