domingo, 27 de febrero de 2011

Desconcatenación de sucesos

Él: Cuando Violeta estaba pequeña tenía un amigo invisible que se llamaba Paco. Las noches de lluvia los dos se escondían en el cuarto de la ropa a inventar historias. Paco le contaba que en su mundo invisible las flores sólo se distinguían por su olor y las espinas de las rosas dejaban un rastro de sangre, también invisible, por el que los ríos aprendían a correr. A veces le contaba la historia de la bruja calva, una terrorífica mujer de más de cuatro metros de altura y con un ojo de cada color. Violeta se acurrucaba entre las sábanas y hacía la voz del viento: “¡¡¡sooooooooyyyy la bruja sin peeeeeloooooo…!!!” Paco no podía parar de reír porque Violeta tenía pinta de todo menos de bruja sin pelo. Una de esas noches Paco se puso a llorar desconsoladamente y, cuando Violeta le preguntó, le contó que ya no podía ver, que la bruja calva le había quitado los dos ojos para hacerse un collar. Violeta no se lo podía creer, pero como tampoco había visto nunca los ojos de Paco, pensó que no sería tan importante si él era invisible. Paco le explicó que no era así, que precisamente lo único que puede hacer alguien invisible es ver, porque sin ver ni ser visto era como no ser. Violeta comprendió que ahora lo único que le quedaba a Paco era oír, así que comenzó a tocar su violín como nunca lo había hecho. De pronto el cuarto de la ropa se llenó de notas flotando en el aire. Eran mil notas de colores que caían como si se deslizaran lentamente por una cuerda invisible hasta posarse en un cuaderno abierto de par en par. Cada nota se convertía en una letra que se juntaba con otras para ser palabra hasta convertirse en una historia preciosa. Nunca más oyó hablar a Paco, pero desde entonces cada noche dibuja una historia de letras en aquella libreta.


Ella: De cómo descubrió los dispositivos bajo la piel y luego los hilos, como una serie de cordones atados a las extremidades, hablaremos en otro momento. Nos interesa empezar esta historia desde la punta oblícua, es decir, desde que JL cruzó la calle y una película transparente, flexible, le impidió regresar al mundo tal y como lo conocía. Llovía, entre los dedos cáscaras, viscosidades, pulso irregular y sangre endureciéndose en la cabeza. Pensamos que llovía porque charco en el zapato justo antes de la luz verde, pero nadie puede asegurarlo, hemos disertado largas horas sobre si precipitaciones o no pero como cada uno en sus asuntos mimetizado, pues dejamos escapar ese ínfimo aunque importante detalle. Se sabe que los narradores -aunque se diga lo contrario- de omnipresencia nada, que sirva este documento para subir la queja, tenemos ocupaciones que impiden registrar sucesos menores como la lluvia o esa mirada gris de la señora gorda que gladiolas y churros de chocolate en la mano. El caso es que charco en el zapato antes de la luz verde y distracción milimétrica, algo como un pájaro, no podemos asegurarlo porque justo en el momento del golpe tomábamos café y escurríamos los ojos entre los pechos de la mesonera que, si bien no quería darle el teléfono a mi lado izquierdo, pues con mi lado derecho estaba fascinada porque siempre me saco del estómago un guijarro o una burbuja metálica, no hay mujer que se resista a una burbuja metálica.

jueves, 24 de febrero de 2011

El viaje

Ella: Sería difícil hacer una lista completa de bálsamos y brebajes. Nadie sabe hasta qué punto surten efecto sobre la piel de la mente, de las emociones. También debe acotarse que hay remedios naturales para síntomas que oscilan entre estados difusos. Se sabe que a cada quien le sirve una nomenclatura específica, no todos necesitan la misma dosis de aire o color para sacarse un dardo de la espalda, y por dardo debe entenderse todo daño que corta los hilos del espacio hasta alunizar en la sensible maraña de luces que hay entre el pecho y el pecho. Para Violeta la fórmula de redención tiene dos extremos: un buen libro, y el cuerpo tibio que, al otro lado del mar, emite sílabas acuáticas para reconstruir el tejido necrosiado de su interioridad, algo leve pero rotundo, algo así como la música.

Él: El vagón restaurante del coche pullman está lleno a rebosar. Hay señoras con perlas botándoles en la sopa y niños jugando al diábolo. Al fondo se ha improvisado un pequeño grupo de cámara y los violines descorren los recuerdos de la tierra recién abandonada. Praga se va alejando entre humos y heladas, la preocupación escapa por entre las rendijas de una sonrisa. David levanta su candelabro de siete brazos, los salmos se entrecruzan con el ruido de los tenedores, la Traviata, alguien canta la Traviata. Entre el traqueteo y los vaivenes nada se parece a lo que es. Así un día y dos, tres noches ateridas y cuatro despertares insomnes, el mundo gira sobre las vías de un tren, el paisaje es verde, muy verde, con bosques intensos de nieve y fogatas, humo negro que sale de los horizontes. El maquinista lleva medio cuerpo fuera de la locomotora, en la mano su botella de vodka. El tren avanza lento por la recta vía, casi se detiene en un andén y alguien le pregunta a un campesino polaco: “¿Dónde estamos?” El campesino apenas responde, sólo sonríe y se lleva la mano derecha al cuello haciendo el gesto del degüello. El tren avanza cada vez más despacio, al fondo se acerca un cartel blanco con el nombre de Treblinka.

Hilo de vidrio

Ella: Sucede que si me abro las venas con este hilo de vidrio atravesado apenas por la luz, obtendré un enjambre de coleópteros y alguna mariposa. La sangre no es nadamás sangre, también es el rastro de arena que conduce al abismo, la serie de corrientes encontradas en el punto ciego de la costilla, el suave gemido que asciende y, sin saber demasiado bien cómo, transfigura los cilindros del pecho hasta que casi imposible saber dónde comienzas yo y dónde termino tú.

Él: Estremecerse es azul, pensó, acompañar el anochecer por el valle, siguiendo el curso del río, oír el clamor de las aguas y el rítmico seguir de su corazón. Bajar, bajar por el valle con la luna lamiéndole los senos, alborotados los cabellos, la mirada acechante, barrer la oscuridad con esas dos brasas que se encienden para ahuyentar el miedo al hastío. Cuando llegó al lago se quitó su túnica y sus velos, las alhajas de plata, el collarín y la cadena que su amo había atado a su vida. Desnuda como la luna se sumergió en el agua, andando lentamente, con la parsimonia del que hace mucho que ya no vive. Tras el agua el bosque, sus ramas que sujetan el mundo, lo negro y lo oscuro, lo no. Tras el bosque una cueva, tras la cueva un camino, tras el camino otra noche y una música y un fuego y una historia. Elisandro habla como si cantara. Alrededor de la hoguera hay gente tumbada, absorta en las palabras que parecen salir de la lumbre. Elisandro habla de la muchacha que se soñó ángel. Habla de sus alas, brotadas de sus homoplatos, habla del día aquel en que aprendió a usarlas, del vuelo, de la vista de la tierra pegada allá abajo sobre sí misma, de los arroyos azules, estremecerse es azul. Elisandro hace una pausa, el grupo no mueve ni un músculo, sólo esperan la siguiente palabra para volver a respirar. El relato sigue y una brisa remueve las llamas. La muchacha llegó a un cerro donde un hombre leía en solitario un libro sin páginas. Cuando llegó junto a él le susurró al oído: ¿Te quieres casar conmigo? El hombre sonrió y se abrazó a sus alas.

martes, 22 de febrero de 2011

Trazos de nube azul

Ella: Los trazos desmentían su edad; eran precisos, ni vestigio de duda en la mano que sostenía el pincel y que, a su vez, se deplazaba en lentas contorsiones para curvar las líneas. Describía los materiales articulando la menor cantidad de palabras, hablaba con el cuerpo, gestos cortos para afirmar o negar desde los ojos. Luego pintaba, decía algo sobre llenar los pulmones con lentitud, retener el aire, desprenderse de él a ritmo sostenido, algo sobre sentarse en la postura correcta, permitir la circulación sanguínea, algo sobre sacarse la angustia del cuerpo, salir del cuerpo y dirigir la mano desde el techo o no, no, preferiblemente desde la ventana donde pájaro azul y nube se fusionan. Debo reconocer que no presté la debida atención porque no podía concebir que un hombre vacío de sí mismo pudiera dibujar con semejante destreza.

Él: Su muñeca se inclinaba formando un ángulo de exactamente 34 minutos y 42 segundos sobre el lienzo. El carboncillo osciló diestro hasta colocar el flequillo y un tenue trazo que se acomodó como el hoyuelo de la barbilla. Los movimientos eran tan rápidos y precisos que parecían proseguir a las líneas oscuras o grises, gruesas o simples esbozos de una huella. A los pocos minutos la cara salió del lienzo como si se hubiera desprendido del embozo de una sábana. Violeta extendió en perpendicular el carboncillo frente a ella, guiñó el ojo izquierdo y calculó cuidadosamente la perspectiva, los puntos del fuga y la línea del horizonte tras el rostro que la sonreía. Así, con los ojos entrecerrados la realidad empezó a desperezarse y la humedad se convirtió en ensoñación y lejanos murmullos que parecían venir del cuadro. Prestó atención sin permitirse variar su punto de mira, el murmullo eran unos cánticos que procedían del morichal, justo a la izquierda del hombre que la miraba. Era un grupo de niños que parecían avanzar en procesión mientras cantaban una canción de Bob Marley: No woman, no cry. Poco a poco el reggae se apoderó de la superficie y se despegó de ella hasta invadir la vida y la lenta somnolencia del pasar el tiempo mirando aquel horizonte del que no dejaba de salir gente, música, de mil colores de sabor. Violeta abrió de par en par ambos ojos, la risa le caía por las caderas, se arrimó hasta aquellos labios aún húmedos y pintó en ellos los suyos. La clase de óleo estaba a punto de empezar.

Pétalos



Él: Sus maletas daban vueltas y vueltas en la cinta, ya no quedaba ninguna más. Ella daba vueltas y vueltas en los brazos de él, con las puntillas de los píes dibujando un círculo perfecto con los radios aprendiendo a soñar. Sus labios se habían aferrado al tiempo y se enroscaban arremolinando a su alrededor las agujas del reloj, el aeropuerto estaba repleto de gente dispersándose eternos de sí mismos, la megafonía dictaba proclamas que dirigían las corrientes humanas como si fueran vientos canalizados. En un momento el transcurrir se hizo fotografía con olor a azufre y los dedos de ella agarraron la pernera de su pantalón. Él apretó fuerte contra sí aquella mariposa acostumbrada a los sueños de cielos naranjas, hundió sus diez dedos en su cintura enmarañada de huellas de noches y esperas, de insomnios y letras deslizándose cómo pavesas que se apagan. Ella rió, otra vez, rió con lágrimas y gritó su nombre para apagar el estruendo de tanto avión, de tanto viaje sin corazón.

A veces ella estaba triste sin saber por qué. La sombra se le venía encima como si fuera una manta gris que le pesaba en las sienes y le impedía respirar. En esas ocasiones  le gustaba sentir la tristeza desde fuera, como mirándola con los ojos entrecerrados por una luz blanca, limpia, que venía desde algún lugar del bosque. Salía a caminar por el morichal e imaginaba cómo sería el llegar, el beso, el abrazo. Aquel día no fue diferente, tras cada paso venía un murmullo desde adentro, un puñado de tierra contra el agua, una historia contada apenas entre sílabas, otro paso, otro mojón de tiempo señalando hacia el olvido, un alacrán siguiendo su camino transversal y los guacamayos gritando su algarabía. Un viejo en el medio del camino deshojaba una margarita, cuando ella llegó a su altura aquel hombre le entregó el último pétalo.


Ella:

Agua: Fusión de átomos. Transmisor. Disolvente universal. Líquido vital que, sometido a temperaturas extremas, cambia de estado. Se entiende que cada individuo trae, detrás de los ojos, un párpado para mirar y comprender el significado del agua. No todos saben usar su párpado interpliegue; aún así coincidimos: pocas cosas pesan más entre las costillas que la sed. Así lo leí en la libreta. Ella escribe sobre el agua para ver si entre sus moléculas consigue el río de las voces, la suave concatenación de sílabas, el denso aluvión que, horas más tarde, vorágine cósmica y flores de cementerio en el pecho. Escribe sobre el agua porque no sabe de bautismos, no sabe anotar la espera: mancha de humedad alargándose hasta la mano que tuerce pétalos.

domingo, 20 de febrero de 2011

Guijarros

Él: ¿Dónde están los hombres que tenían ilusiones? La pregunta yacía como adormecida en la sección de anuncios por palabras, justo al lado de un ilusionante reclamo de francés por veinte euros y un griego por cincuenta. Marqué el número que se indicaba debajo del texto. Sonó el timbre seis o siete veces y cuando ya iba a colgar una voz de canción me respondió: ¿Aló? Le dije que llamaba por lo del anuncio, por lo de los hombres sin ilusiones, y la voz respondió: “Ahá, un momento, ahá”. Siguió una melodía de aháes y alóes y un cruzar de hojas y un pequeño carraspeo y de nuevo la voz sonó como viniendo de adentro, del esófago quizá, y me recitó un poema y la banda sonora de las palabras parecía volar como si montara en caballitos de mar, recostada entre velos y gasas que de pronto ocupaban todo el espacio de mi habitación. Quise hablar, inquirir algún por qué, pero las palabras se arremolinaban junto a mi boca y me besaban una por una. Las más atrevidas incluso se colaban entre mis labios y se dejaban deslizar en tobogán por mi garganta hasta quedarse muy juntas, quizá abrazadas, en el mismo punto del plexo solar. No sé explicar la razón, pero de pronto me sentí feliz, comencé a reír como nunca me había permitido y las palabras agudas me rozaron la campanilla, provocándome una tos que se confundía con la propia risa. Al otro lado del auricular la voz seguía desgranando su melodía de theremín, haciendo que el espacio entre mi niñez y mí ahora vibrara como si me envolviera un encantamiento. Al poco la vibración paró y ahora eran las carcajadas de la mujer al otro lado del teléfono las que me hacían vibrar. Me preguntó: “¿Ves qué fácil es recuperar la ilusión?” Yo no pude menos que estar de acuerdo con ella.


Ella: Coleccionaba guijarros. Antes de tomar la siesta un paseo, se sacaba los zapatos como el que se quita de encima los dientes de un siglo. Agua fría y espuma poco más arriba de los tobillos, jeans arremangados por las rodillas y el ojo, siempre el ojo de agua que detectaba las mejores piedras, las más pulidas, artísticas. Luego llegaba a casa, las acomodaba sobre el piano, siempre un mapa de arrugas insinuándose en el espejo, los años como estrías en la cara, en las manos, y el piano, las teclas de marfil y el recuerdo de su tacto, aún aroma en la madera. Con cuidado, milimétricamente, hacía encajar las piedras, todas blancas, en una botella, porque un día, quién sabe cuando, el mar traería las manos que debían sostenerla.

Parque de Praga en los pulmones

Él: En Praga, en una de las sinuosas y empinadas callejuelas que suben al castillo, hay una pequeña tienda de títeres. Desde el escaparate amarilleado por la luz se ven don juanes y doñas ineses, se ven piratas y doncellas, bravos matadores de madera y un pinocho, hay un pinocho con una inmensa nariz terminada en una punta roja, un pinocho de madera castigada a ser muñeco articulado por unos alambres que lo hacen vivir entre bambalinas y sombras y luces reflectadas para dibujar mundos que sólo existen en la imaginación de aquel niño que un día fue. El pinocho tiene los ojos redondos y abiertos, absortos en una preciosa bruja sin verruga que se columpia entre risas y algarabías de rayos de sol que hacen del escaparate un escenario donde soñar. Cada día me quedo un buen rato mirando ese mundo donde sólo respiran ayeres. La bruja me suele guiñar el ojo derecho, no sé si con cariño o por simple burla, pero de igual modo yo le guiño mi ojo izquierdo y en el intercambio de guiños también nos sonreímos. Hay veces que el frío empaña el cristal y ella parece alejarse en la bruma de un viaje en barco, cruzar el océano al ritmo de cuatro chimeneas y el sonido de las sirenas rasgando el futuro. La sirena suena y los obreros salen de la fábrica exactamente igual que cuando los Lumière. Me pongo a su lado y camino entre ellos. Es gente que tose y escupe silicosis a cada paso, huelen a alcohol de quemar y a fiebre, a desencanto despreocupado del que nunca pensó en ser feliz. Llegamos al parque y nos sentamos en círculo a fumar. En esos momentos siempre surge alguna historia, algún viejo cuento inventado que nos olvida del frío y nos frota las manos entre el vaho y el humo del pitillo. Pienso en mi bruja allá en el escaparate, iluminada y sonriente, desdeñosa con el narigudo y cantando una canción de Jorge Drexler.

Ella: Hoy no me cabe en el cielo esta maraña de preguntas. Tengo la sangre herida, los talones rotos y la incómoda sensación de que en mi cuerpo está por desatarse una guerra fría con el fin de expulsarme. Aún así respiro, se tensan mis pulmones, retengo el aire y siento cómo en mi pecho se muere el oxígeno, sale un vapor grisáceo que se aclara si repito esto de respirar una y otra vez durante unos minutos, y así la calma, sosiego tibio. Hoy no, de pronto mañana podré entregarme a la quimera de saber quién soy, de momento prefiero anudarme un hilo de saliva dulce, bálsamo transparente que recorre la almohada desde su boca.

viernes, 18 de febrero de 2011

Botella al fondo de un espejo

Él: Un hombre mirándose en un espejo. Cinco segundos, tres minutos, un cuarto de hora. La luna aparece superpuesta a la luna. Los reflejos se convierten en nubes y una ligera expresión de su cara empaña la cara del cristal. El sonido suena dentro y huele a violetas, los tres minutos siguientes pasan a hurtadillas, como no queriéndose ver encorvando la espalda. El hombre se saca la lengua y las paredes vibran de risa, el terremoto se tiembla las letras y la bombilla baila como si fuera un ahorcado. Todo brilla como si fuera plástico y las huellas de los dedos de los días siguen manchando la memoria. El hombre hace el cíclope con el espejo e imita la r gangosa de Julio. Toco tu boca, recuerda, y toca su boca en el espejo con la punta de la lengua. Las nubes se convierten en agua que llega hasta el cuello, las gotas resbalan por las mejillas y los labios fruncidos pronuncian cada u: tucu tu bucu. Ha pasado media hora y las cosas siguen apalabradas al espejo, las orejas derechas se tapan con orejeras para no ver los sentidos acalambrados de reveses, la música escribe adioses por las rendijas, los cielos se inclinan majestuosamente hasta besarse los ombligos derramados por todo el suelo. En el aparador hay una botella de naufrago llena de arena del Sahara. Es una arena irisada de mil colores, de cien mil partículas de cristal que reflejan sonrisas de sirenas. El hombre arquea los hombros delante del espejo y se convierte en una marioneta sonriente viviendo al son de los hilos que la cuelgan. La música lo cubre todo de semifusas, el viento se cuela por la ventana reflejada en la distancia, hay una especie de vapor que lo abriga todo. Ha pasado más tiempo, no sabemos cuánto, pero no nos importa demasiado, el espejo se parte en todos esos minúsculos pedazos de arena encerrados en una botella.

Ella: Es complejo. No sé trasladarlo de mi mente a las palabras. Esa mañana quedamos para tomar el desayuno en un local pequeño. Leería los titulares del periódico y él se reiría, porque siempre se ríe cuando satirizamos las cosas que debieran tomarse en serio. Tomaríamos café y minuto azul más tarde estaría deslizando la mano entre mis piernas, no que tengamos una rutina, pero hay cosas que repetimos porque es imposible cansarse de ellas. Yo le hablaría de átomos y unidades vibratorias, él me vería mirarlo como si de un minucioso estudio se tratara, nos diríamos tantas cosas en silencio al emitir colores con las manos. Digo que es complejo porque nadie comprendería que, con memoria milimétrica, registro los detalles de un encuentro que aún no se produce en este plano.

La aguja sostenida del reloj

Él: El día que todo se detuvo es aún recordado por la mayoría de aquella gente. Ninguno habla mucho de ello. Bueno, yo creo que nunca nadie ha hablado de aquel día, pero en la mirada se les nota que es como si ellos fueran los que se quedaron detenidos, como si aquello se repitiera a cada momento en su mente, como si la película se hubiera quedado trabada y el chorro de luz empezara a tornarse en llama. Aquel día el río bajaba muy bravo, el viento ayudaba a ensordecer los gritos de los gancheros intentando dirigir los troncos sin ser derribados por las embestidas del agua, mi padre había clavado tableros en las ventanas para que los cristales no se hicieran añicos y yo disimulaba el miedo sin poder evitar que me castañearan los dientes, más por el frío que por el propio miedo. Mi gato Tobías había desaparecido hacía tres días y eso era una clara señal de la que se avecinaba. El primer vendaval mandó el letrero del barbero a tomar viento, nunca mejor dicho, y enseguida empezó una lluvia de cascotes y ramas y los llantos de las mujeres ya eran otro río y todo se paró, de repente todo se paró. El aire, la arena en los ojos, los llantos, el río, los troncos, la vida. Todo se paró y una muchacha entró en el pueblo por el camino de la montaña. Andaba despacio y junto a sus píes también lo hacían dos gatos, uno blanco y otro negro; enseguida en mi mente se grabaron sus nombres, Abel y Caín. Desde mi escondite debajo de la cama de mis padres la vi pararse en medio de las volutas quietas de aire, de los pensamientos apenas sostenidos por letras aspiradas, de la luz acorralada entre el polvo. Era preciosa, me pareció, y su voz sonó como se oyen las caracolas y su canción me acaricio el vello hasta ponerlo de punta. Todo se detuvo y los viejos sintieron nuevas erecciones y las palmas de sus manos comenzaron a sudar. El reloj del ayuntamiento tocó los cuartos y las horas perdieron muchos de sus minutos intentando volver a caminar, pero cuando retomaron su pasar empezó de nuevo el día a bramar, las sombras se doblaron como pajaritas de papel y un punto, sólo un punto del universo se frunció como un verso. La muchacha siguió su camino con sus gatos y quizá la gente pensó que todo volvía a transcurrir, pero yo sé que todo está aún parado.

Ella: Ahí las copas, en la mesa de roble. Al fondo sonidos bajo el agua y aroma, café a punto, sol insinuándose en el cielo, a dos segundos de abrirse y perforar las cortinas. Respira, y con respirar me refiero a que desdobla los poros, inhala nervaduras tibias, retiene el aire para ver cómo choca el viento en sus pulmones. El techo, fija la mirada en el techo, luego en las paredes, desliza un ojo entre los pliegues de un cuadro, sobre los títulos que aún duermen en la biblioteca. El ojo restante recorre las sábanas, la tenue sinfonía de las sábanas. Espera, caen minutos en el cenicero. Por fin su cuerpo, la selva espesa en sus pupilas, el gesto nervioso de sus dedos en el marco de la puerta. Sonríe, hundo la boca en su espalda, descubro que entre la realidad y el sueño hay una línea muy delgada que, minutos después, ya hemos borrado con la lengua.

lunes, 14 de febrero de 2011

Trazos de agua

Ella: Padecía los síntomas del agua estancada. Las ojeras, como trazos de califragía china, resaltaban su rostro de la peor manera. Aún así flotaban luces a su alrededor, sus gestos emitían sonidos acuáticos. Vista de perfil parecía un dibujo hecho con un solo trazo, sobresalía la nariz y el borde azul de una mano que bien pudo ser un tulipán. No sé, hay tanto de mí en la triste vibración que emana su cuerpo, hay tanto de mí en esas luces de patrones circulares, luces bajo el agua que curvan el sentido de las cosas, hay tanto de mí en la espera de esa mujer que no duerme, calcula, mide, siente el abrazo de aire que rodea la cintura y que, como una exhalación -beso de plumas en los poros- llega desde una orilla lejana en la que un hombre de ojos verdes sigue el descenso de la noche con los ojos.

Él: La luz. Todo era luz y gente y papayas expuestas en los puestos. Mangos bailando un mambo y risas de adolescentes hinchando globos de helio con forma de corazón. Estaba el guardia subido a la redoma con sus grandes bigotes y sus guantes blancos extendidos como si dibujara horizontes. Todo el tráfico parado. Estaba el mimo colgado de su ceja como si fuera un pensamiento imperfecto puesto a madurar. Y la manzana se cayó del árbol y como la otra manzana se tronchaba de risa ella le dijo: ¿Tú de qué te ríes inmadura? Estaba la cabina de teléfono en medio de la plaza. La gente arremolinándose alrededor de la fuente con la lluvia invertida llenando el panorama de mil gotas del color de la alegría. El mimo arqueaba más la ceja y la música desfilaba con pompa y jabón, con algarabía de la chiquillería imaginando el son, con la troupe de brasileiras agitando los glúteos como si fueran el daikiri bullendo en una coctelera. Estaban las hormigas caminando en fila de una desde la sombra al requesón, estaban todas prietas, todas marciales sintiendo el sinsentido de la escala de su mundo. Estaba Violeta con sus jeans azules y su franela blanca, estaba su boca hecha un barquichuelo sobre la barquilla del auricular, estaba su alma bailoteando como sombras chinescas tras el cristal, estaba la vida jugando a vivir sin pensar las noches, sin quererse esconder en los huecos de las palabras. Estaba el caballito de mar, y la caracola y el ornitorrinco y el pingüino versioneando a Sinatra. Estaba una nube azul y el cielo y los días y las horas almidonadas y respingonas queriendo aparentar. Estaba el cariño y una niña que aseguraba no haber probado la nutella con la boca hecha un payaso de chocolate. Estaba el payaso, serio, acurrucado tras sus pinturas para que nadie notara su tópica tristeza. Estaba la luna y el bosque y una bruja balanceándose en un columpio. Estaba su libreta abierta de par en par, apalabrada de bosquejos y una mariposa azul sobre su vientre, estaba la ensimismada hoja como si fuera un otoño de historias dichas. Estaba su voz tras el teléfono contándome un cuento de Cortázar, estaba la vida, estaba el escritorio aquel con sus gavetas llenas de palabras, estaba su poema, estaba ella, estaba la luz, Violeta.

domingo, 13 de febrero de 2011

Escritura de aire


Él: La mañana que encontró el sobre era borrosa, de esas en las que la niebla se pegaba a sorbos al cuerpo y los recuerdos parecían encerrados en urnas de cristal opacas, empolvadas de noches en vela y sueños que le hacían despertar de un brinco en la cama, con la cara empapada y el gesto desencajado entre la realidad y los pasos del tiempo pisándole los olvidos. Quiso no verlo, no cogerlo y no leerlo, pero lo metió con disimulo en el bolsillo lateral de su chaqueta y continuó adentrándose en la bruma, chapoteando en la espera como cuando de niño pisaba los charcos con la risa de la travesura. En el parque se sentó en un banco escondido y abrió con dedos nerviosos el sobre, extrajo las dos cuartillas rosas enmarcadas por una cenefa de mariposas y recorrió con la yema de su dedo índice la caligrafía enredada en sí misma como un arabesco que quiere negar el significado. Leyó. En el primer renglón, con azules letras grandes leyó: “Desfragmentos”, en el segundo renglón había un nombre de mujer y más abajo comenzaba un poema que hablaba de los mundos que existen bajo las palabras. Era un poema corto, de rima libre y sin signos de puntuación. Las palabras de los versos parecían almas a las que se les hubiera despojado de cualquier esqueleto, como El Cielo sobre Berlín, diría ella si estuviera junto a él en el banco. Hablaban, las palabras hablaban desde los renglones con una voz que era música de violín encantando a los árboles que se inclinaban para escuchar mejor. Empezó una lluvia de hojas marrones y la bruma se evaporó en columpios de palabras. El poema terminó entre un alboroto de silencios. El hombre estuvo un tiempo incontable sujetando las cuartillas entre sus dedos, repitiendo para sí mismo cada palabra, cada sentido de cada palabra.

Ella: Resulta que paz inaccesible en casa. Trata de aislarse pero las voces se dirigen constantemente a ella que, con evidente mal humor, intenta sentarse a escribir. Imposible, todos agitan sonidos y gestos, los márgenes del silencio hace rato cruzados y es tanto el ruido que perfora la tarde que las ideas se escabullen habilidosamente dejando a Violeta desarmada ante al hoja en blanco. Pero Violeta es obstinada, se planta frente a la página y la mira, se le ocurre pensar que, por ósmosis, las palabras podrían revelarse lentamente, capa a capa, como lo hacen las imágenes bajo el efecto de los químicos. Tanto se abstrae que el intenso calor de una palabra es incapaz de sacarla de su mutismo. Violeta escribe sin tocar la hoja, lo sé porque algo se mueve en la coordenada inasible que señalan sus ojos, algas de humo que se transfiguran al contacto del aire y que, segundo a segundo, adquiere tonalidades diferentes.

Toco tu boca



Él: Cada día la sombra avanzaba dos minutos más, aquella tarde ya llegaba casi a sus pies balanceándose en la mecedora al ritmo de sus pensamientos. El sol se recogía poco a poco abrigándose entre sus nubes naranjas y los azules sarpullían el campo de noches y sonidos de lechuzas blancas. Era el mes de mayo y el cielo se corría poco a poco hacia el verano. Los gatos iluminaban la espera de Violeta leyendo a Cortázar en voz alta, cantando a Manzanita y sintiendo el silencio como un terciopelo besando su garganta. Toco tu boca. Violeta pensaba en su mecedora de pensar con su sonrisa puesta a esperar que yo llegara desde atrás y le tapara los ojos para besarle con un quién soy y su risa me llenara de guirnaldas y sus manos me abrazaran las mejillas y sus dedos comenzaran la romería hacia el orgasmo. Violeta a veces tiene miedo. Ella no sabe por qué o sí lo sabe, pero el caso es que a veces lo adentro se le vuelve afuera y todo parece un poco del revés y las sombras se comen todo el tiempo y a veces cuesta respirar, a veces cuesta. Violeta a veces se brinca a las estrellas y las pone a cabalgar como si fueran caballitos de mar. Yo la miro ir y  venir y se me vienen a la vida dos o tres vidas, ella me cuenta la historia de aquellas brujas irlandesas que dibujaban el mundo del color del musgo, poco a poco me voy quedando dormido y ella se me ahueca en el sueño y me acuna con sus caderas. Violeta a veces me habla de los átomos y del efecto mariposa. En esos momentos el miedo se desescarcha como si nos llovieran migas de pan.


Ella: No los vieron. Cruzaron el puente y al otro lado los esperaba un taxi rumbo a la estación. Caminaban entre una pausa y otra, se miraban como si quisieran estrujarse las manos con los ojos. Iban diciéndose mil cosas en silencio, un diálogo de gestos milimétricos unía sus poros, como un cordón umbilical que de manera tenue hacía vibrar los átomos a su alrededor. Qué manera de sembrar esferas, una película de invisibilidad ponía bajo llave un mundo al que solamente ellos tenían acceso. Se irían a ninguna parte, lejos, se dejarían cubrir lentamente y así, entre nervaduras, los paisajes en fuga desde la ventana serían ráfagas boscosas de luz natural en las venas. Abordarían el primer tren disponible, fingirían no conocerse desde la médula y se sentarían a la víspera de un café como si nunca más, en los días venideros, pudieran encontrarse, salvo en esos minutos del juego, del mira cómo se atreve la boca y lentamente aunque sin pausa las manos, el cuerpo sobre el cuerpo y un estirarse blanco de los ojos que hunden los dedos en las nubes. Beberse en minutos la sangre de un siglo y así, aún sabiendo que los esperaba la cama de siempre, las costumbres religiosamente ejecutadas, tendrían la vorágine de pétalos que tan cielo de agua flota bajo la luz de la incertidumbre.

jueves, 10 de febrero de 2011

El retrato


Robert Doisneau: Fox terrier au Pont des Arts (1953)

Ella: Se cree que el hombre miraba el cuadro, el gesto preciso con que el pintor hacía nacer los contornos. Se cree que miraba esqueletos de árboles, la neblina emitiendo un susurro gris que atenuaba los bordes de las casas. No miraba al can ni se había percatado de la mano -su mano de robar carteras- que aflojaba la cadena y que, segundos más, segundos menos, estaba a punto de otorgar absoluta potestad al perro de recorrer el muelle a sus anchas y morder talones de transeúntes, porque su amo estaba inmerso en la visión de una mujer posando para un pintor que, con un gesto preciso, hacía nacer en el lienzo los contornos de su cuerpo desnudo. Su piel tiritaba bajo el susurro gris de la neblina que atenuaba los bordes de las casas, él temblaba con ella desde los ojos, en el mismo ángulo inestable que al inicio adoptó para dilucidar la escena. Ni sombra o huella del mundo exterior, lentamente el pintor desdibujado como una línea menguante, también la niebla, el muelle, el faro y el perro pasaron a formar parte de la inexistencia creada, como una trampa de espejos, por la mirada fija del hombre que, según documento o carnet en el bolsillo, respondía al nombre de José Luis Tomás Porta y era funcionario. Nadie sabe en qué momento José Luis tomó la cámara y, sin soltar la cadena, ni abandonar el ángulo inestable desde el que hundía los ojos en la piel de la mujer, hizo una fotografía que, sin obviar los esqueletos de los árboles, captó la apenas figura de una mujer desnuda en el lienzo del pintor que comenzaba a perfilar sus contornos.


Él: Las miradas transitan desde el gris ahuecándose en capas de atmósfera. Es una perspectiva caballera, la del caballete, y también una perspectiva aérea, la de las motas de eso que llaman visible que se agolpan sobre sí mismas empastando el segundo quieto de eternidad. Los verticales se enhiestan orgullosos, un poco indiferentes de ser modelos, visiones o certezas, faros sin luz, farola de día, espasmos quietos sin rostro, árboles moviéndose en su quietud desramada. Y al fondo lo categórico, la ciudad, los tejados. París, sabemos que es París y la diagonal se cruza en nuestro camino, la frontera del sentido, el cruce de las sombras y el hombre y el perro que nos mira. El perro nos retrata. Nosotros somos su fotografía, lo de fuera del mundo, lo que no es y está, lo que quiere ser y no está. Todo se superpone a nuestra mirada espía, nuestra mirada prestada de sales de plata. El hombre flexiona la ortogonalidad, la dota de un quizá pero o de un si acaso. Y el perro nos mira, le mira. El fotógrafo nos oculta del tiempo, nos hace posibles delante de una realidad que serpentea. El tiempo se ha quedado atrapado en el papel engomado de un cuadro que absorbe todo lo que sintiéramos ser.

martes, 8 de febrero de 2011

Existir con nube

Él: De entre todas las verdades escoge una, le dijo. Amenofis, que no era egipcio, se quedó pensando largo tiempo, no ya en qué verdad escoger, sino en si realmente había alguna verdad. Y claro, eso de juntar realidad con verdad se le hizo como una tabla de surf en mitad del estómago. Pensó: una verdad podría ser que yo estoy pensando en alguna verdad, pero… ¿el hecho de que yo piense en algo hace que ese algo ya exista? Cogito ergo sum, podría haber pensado a continuación, pero Amenofis no sabía latín, ni siquiera egipcio. Siguió pensando: pienso, luego existo. Y a continuación: pero si existo por pensar y todo lo que pienso existe por pensarlo…si no existiera yo no existiría nada, si no existiera nada yo no pensaría nada, si no pensara nada yo no existiría…Amenofis siguió pensando, no por que le interesara pensar en algo en especial, sino porque si no pensaba dejaba de existir y si dejaba de existir no podría pensar. Llegó a casa, una choza de uralita sujeta como de imperdibles de la ladera más abrupta de su favela. Ese día hacía un sol radiante y todo bullía como si fuera mercado. Agarró con placer la culata de su pistola. Se sentía fuerte y vivo, pensaba sin parar en mil cosas para no dejar de vivir. Pensaba en su madre mirándole con ojos de noche, en el rocío de alguna madrugada cuando aprendió que la frontera entre un día y una noche no era más que un escalofrío; pensaba en la tabla de multiplicar y sus porqués. Por qué cinco por cinco, por qué uno por uno, y le hubiera gustado pensar en algún número primo, pero ninguno sabíamos si viviría tanto para ello. Se trepó por la ladera dejando que el frío cañón le rozara el entusiasmo a cada paso. Pensar, pensar. Cuando llegó al colmado vio al primer policía. Era Marcos, el sobrino de la Felipa. Tenía su edad, los dos habían cambiado chapas de refrescos de pequeños. Tenía también una pistola rozándole el dedo, un gatillo curvo señalando su fosa. Tenía una sonrisa como de medio palillo en la boca, los ojos con legañas, como riéndose de sí mismos. Amenofis dejó de pensar sin poder llegar a escoger ninguna verdad.


Ella: Corrió a la almohada, la dobló entre su pecho y su boca y entonces el grito, un desgarrarse lento que vació sus pulmones, su estómago. Más tranquila ahora, se puso a contemplar el patrón de nubes desde la ventana, recordó la mirada tibia, la fusión de los poros, la ironía de un mar que, si bien les impedía mirarse, no lograba anular el cordón, la sensación de ser dos extremos de un mismo órgano. Entonces colores, suaves deslizamientos de luz entre los párpados, la certeza inasible del encuentro, y en la almohada una mancha oscura que, afortunadamente, ya no habitaba su cuerpo.

lunes, 7 de febrero de 2011

El vuelo de las pelusas


Ella: El asunto aquí no es dirigirse al centro del abismo y sacarse pelusas de la boca, las pelusas hay que anotarlas, seguirles el rastro hasta herir sus células con el bolígrafo, al menos una, cualquiera. Hay que pensar en cómo eran las pelusas antes de salir de la boca, en qué difusa cartografía se tomaban el té y se daban la mano en sutilísima comunión. Hay que saber, también, el patrón de vuelo, o al menos saber mirarlo detrás de los párpados, sólo así puede uno adelantarse un poco y, con algo de suerte, capturarla entre los dedos un segundo lo ancho suficiente, que permita ver cómo el sol refleja los hilos dentados de su estructura. Hoy, por ejemplo, tengo una pelusa entre los dientes que quiero anotar, me eriza el paladar, la lengua, la idea que como un vértigo corta el aire de mi mente, quiero anotarla pero me descubro pronunciando un nombre de cuatro letras que me mira dulcemente desde los árboles.

Él: De pequeño me gustaba construir laberintos. Utilizaba cualquier cosa para ello, desde fichas de domino a paquetes vacíos de tabaco o arena de la playa. Tenía obsesión por los caminos que se perdían en el propio camino, por imaginar viajes que terminaban en el mismo sitio que empezaron, por historias que se escribían a sí solas, por personas que caminaban sin rumbo fijo. Siempre odié el norte y las brújulas, cualquier orientación que no fuera el guiño de una estrella errante me parecía una prisión sin sentido. Los laberintos eran un camino que había que descifrar, un futuro que se construía a cada paso aunque siempre se dieran lo mismos pasos. Claro que todo esto yo de pequeño no lo pensaba, ni siquiera sabía bien la historia del minotauro y mucho menos me podía imaginar que mi afición por los pasadizos me llevara a ser arquitecto y estar aquí encerrado en este mándala impenetrable. Fuera de aquí no se puede respirar, la temperatura en el exterior es de cincuenta grados y hay vientos y turbulencias que podrían cercenar la cabeza de un dromedario. Pero poco me importa lo que exista fuera, porque sé que nada existe ya para mí fuera de este microcosmos en el que cientos de espejos me reflejan de formas extrañas, inimaginables. No recuerdo ya cuando terminé mi obra, no sé bien si alguna idea determinada me movió a esta imago mundi que me encierra y a la vez me da la libertad de ser, me multiplica en formas convexas y cóncavas, en complejas deformaciones de lo que nunca llegué a estar seguro de ser. No pienso en nada, sólo camino por rutas que se entrecruzan, confluyen y divergen. El arriba o el abajo son lo mismo, los días se miran a sí mismos asustados de reconocerse. Voy caminando, paso a paso como si cumpliera el rito de asomarme a un abismo donde no existe el vacío porque se llena de su propio vacío, se refleja en el pulido vidrio por el que sé que alguna vez asomará su rostro, su boca y esa forma tan dulce de pronunciar mi nombre.

domingo, 6 de febrero de 2011

Tiempo


Él: El cosmógrafo dibujó un mapa lo más extenso posible de aquella terra incognita. Había tardado semanas en cruzar el mar Océano. Había estado a punto de naufragar varias veces, había sentido el sudor cicatrizársele en las mejillas, la lengua hinchada por la sed, el sextante roto ya no entretejía las estrellas, su voz ronca sonaba destripada más debajo de la sentina. El cielo se precipitaba en un viento afilado por la lluvia y de pronto las olas le encallaron la vida en aquella playa llena de huellas distintas y de vegetación que nunca había podido imaginar. Llevaba un año y cuatro meses recorriendo aquella tierra que tan poco se parecía al orbis terrarum. A los pocos días de dar tumbos buscando agua y comida descubrió al primer indígena. Era un ser azul con tres dedos en cada garra y un plumaje precioso, como el de un colibrí. Cuando aquel ser se sintió observado desplegó unas alas inmensas y en un suspiro estaba volando a la altura que vuelan las águilas. Tras este ser vinieron los otros. Nunca pudo llegar a contactar con ninguno de ellos, eran seres huidizos que nada más percatarse de la presencia ajena se alejaban raudos de su cercanía. Aquella noche el fuego le servía de calor y faro, de protección y tibieza que le hacía adormecerse sin querer. Los sonidos eran los de siempre, habían pasado de atemorizarle a asegurarle que todo estaba como tenía que estar, sólo el silencio allí era señal de peligro y en aquel momento un silencio le agarró el corazón hasta hacérselo retumbar. Echó  con celeridad arena a la hoguera y con las últimas llamas muriendo se arrastró hasta el sotobosque de los primeros árboles. Le dio el tiempo justo para esconderse tras los troncos cuando a los rescoldos del fuego llegaron las primeras pisadas y con ellas unos pies descalzos, unos tobillos y unas piernas que ascendían entre la penumbra hasta completar el cuerpo tatuado de una mujer. La mujer se acercó paso a paso hasta donde él se escondía. No pudo decir cuanto tiempo transcurrió hasta que llegó a su escondite. Ambos se miraron durante mucho tiempo más. No había sonidos, la noche se había quedado muda, pero una luna inexistente hasta entonces comenzó a iluminar la escena. Los ojos de la mujer eran de un marrón transparente, su boca sonreía y sus labios parecían ligeramente hinchados. Se agachó muy despacio, como quitándose la piel, hasta situarse a la misma altura del cosmógrafo. Con curiosidad alargó su mano hasta tocarle la mejilla sembrada de vello. Primero fue un dedo, luego tres, toda la mano recorrió el cuerpo del hombre y le arrancó una costilla. Luego la mujer se alzó y se fue, muy despacio, como si todavía no se hubiera inventado el tiempo.

Ella: Tiempo: Distancia que hay entre todo ser vivo y la muerte. También es un sistema de referencia que anuda los tobillos e impide la debida rotación de las ideas. Una mente atrapada en el tiempo es una mente estrecha, obstáculo notable para los que han conseguido fabricar sus propios relojes. Muchos dicen que el tiempo es un invento del hombre pero hay motivos para pensar que es un invento del diablo, hasta ahora nadie ha declarado sus derechos sobre semejante idea por temor a la reacción de los que, queramos o no, estamos estancados en un ciclo de minutos que no han terminado de nacer cuando ya se han convertido en polvo, como ese en que se convierten las costillas al ser estrujadas enérgicamente con las manos. Algunos sostienen que el tiempo es maleable, pasadizos de aire conducen a un estado de conciencia alterado que permite estirar, retrazar o acelerar los segundos. Por ello se cree que medir la vida en años es una falacia, debido a esa forma en que los segundos se doblan hasta atravesar su propio ombligo, una contorsion que puede contener la caída vertical hacia adentro. Se cree que la vida debe medirse en libros, pupilas dilatadas, en manos sobre manos y cuerpos sobre manos y cuerpos, debe medirse en nubes que corren detrás de algo, en suaves lenguas de terciopelo, plumas de colibrí y árboles, en fin, que no en tiempo sino en cosas que no pueden medirse. Se reconoce que semejante invento es útil y, como todas las cosas útiles, intrascendente.

sábado, 5 de febrero de 2011

Dibujo de pájaro


Ella: Contó los dedos. Hacía una pausa entre uno y otro para mirarlos, estudiaba el patrón de grietas, poros y lunares, el apenas relieve del lápiz que años atrás le exprimió un alarido. Bordeaba la cutícula, las uñas, el microcosmos de células emitiendo vapores imperceptibles. Imaginó que desaparecían los dedos, lentamente los nudillos, las palmas, como si el aire pudiera borrarlos y, justo entonces, el dolor, un vértigo de agujas que imprimía charcos de sangre en el suelo. Añoró sus manos, no entendía demasiado bien cómo pudo borrarlas sin anular el dolor, pero copa de aire en los pulmones y al fin la calma. Dibujó sus manos nuevamente, capa a capa la piel, con precisión de relojero poros y lunares, definió un poco más los nudillos, que antes no le gustaban y así, al cabo de unas horas, había reconstruído sus manos. Ante la posibilidad de su cuerpo desdibujado se mostró recelosa, aún sabiendo que podría rearmarse luego con paciencia, muchas horas y esa fina, traslúcida materia que teñía los sueños. Sólo lo haría si, al dibujarse nuevamente, volvía a la vida como un pájaro.

Él: La única línea recta que existe es la curva, arrastró por el aula su voz de canción, de pájaro ornitorrinco que bailaba un vals abrazado a los rayos del sol que se colaban no sé por donde hasta iluminar su sonrisa, su mentón, sus ojos, de una fiesta a la que todos estábamos invitados. Ella continuó su cháchara: “Alguien dijo alguna vez que el cuadrado es el círculo donde los radios han aprendido a soñar, frase muy bonita y centrífuga, pero yo, amigos, podría decir también que el cuadrado es la prisión donde penan los círculos sometidos al potro de tortura de las líneas rectas, donde a los radios les tuercen en diagonales. La línea recta no existe, esto se sabe, todo es curvo en nuestro querer y en nuestro soñar. Las líneas de los labios con los que besamos son curvas, los horizontes se vuelven curvos apenas los piensas, los días son curvos desde la mañana a la noche, el canto de aquel pájaro es tan curvo como sentirte bien, aunque  los pájaros ornitorrincos no existan o que la mirada que me enviaste ayer, amor, llegara curvada como una caricia. La línea recta no existe y la menor distancia entre dos puntos nunca es recta, siempre está llena de pasos adelante y de pasos atrás, de intermedios y cavilaciones, de emociones y suspiros, de clavarte fuerte las uñas para saber que no es mentira, que nada es una de esas mentiras que se construyen con paredes alineadas, rectas como paredones donde te fusilan al amanecer la última esperanza."

viernes, 4 de febrero de 2011

Hacia el atardecer


Ella: Debía tener, al borrarse la tarde, una maleta pequeña con artículos de primera necesidad y algún libro, también un diario para anotar las impresiones de un viaje que aún no perfilaba en su mente con exactitud. No se trataba de huir aunque en el fondo huir era el único motivo. Antes de irse dejó puertas y ventanas abiertas de par en par y un sobre de papel, contenía las llaves y el título de propiedad. Pensó en una hoguera, el esplendor de una hoguera escupiendo humo hasta enlutar el cielo, pero no tenía sentido echar abajo una casa en perfectas condiciones, mejor que alguien la habitara, así fabularía sobre los otros, los que también llegarían a creer que adueñarse de cuatro paredes era sinónimo de equilibrio. Ahora ella buscaba paredes de naturaleza flexible, iría construyéndolas kilómetro a kilómetro, gastaría los ojos y cada gota de silencio, escribiría para registrar la mutación de cada célula, de cada pupila dilatada ante el vacío, y así arrancaría pedazos al tiempo que, a decir verdad, no era más que una caída horizontal hacia la muerte.

Él: El hombre terminó con esmero la última lámpara del día. La bailó entre sus manos para observar de cerca hasta el más pequeño detalle, para descubrir la más mínima imperfección. Era perfecta. Y el hombre sonrió burlón de sí mismo porque bien sabía que la perfección no existía, nunca había existido. Fumó de su narguile y aspiró el aire adobado con la hierba más pura del Cuerno de Oro. La ciudad estaba tranquila a esa hora del atardecer y sólo se oía a lo lejos la llamada del almuédano. Le embriagaba esa melodía hecha voz en la que ninguna interpretación es posible. Sólo el sonido construía el significado, no había sentido. No había sitio para la reflexión, sólo el tiempo parecía existir entre las ondas rotas de aquellas gargantas que construían el mundo cada día, cinco veces al día, desde que el profeta. Acarició con suavidad la lámpara como si de ella estuviera a punto de salir Aladino en lugar del genio. Volvió a sonreír. No existía nada mejor que el trabajo terminado, la obra, el día, la vida. No existía nada que se pudiera terminar sin la meditación necesaria para que el deseo dejara paso a cualquier otro deseo. Aspiró fuerte y el agua burbujeó con un ruido opaco, casi tan oscuro como su vista. Caminó, el hombre caminó guiándose con su bastón blanco hasta el cementerio otomano y se postró ante la tumba de su ancestro. Corría una brisa suave que le secó las lágrimas. Vivir no tiene sentido, pensó, y volvió a sonreír, a reír, a agarrarse el estómago partido por la risa. Vivir es lo único que tiene sentido. Se rió.

jueves, 3 de febrero de 2011

Dedos que señalan

Ella: Parece que una vez más, entre las cortinas, un fantasma imprime su huella dactilar. Evade mis pupilas habilidosamente. Desliza su levedad como un vértigo, en línea recta atraviesa esquinas y paredes. Cuando por fín logro ponerle un dedo encima se hace humo, y con el humo se va mi cordura. El contorno de su aliento teje grietas de agua, horadan mis manos que estiran asombradas los dedos para tocarse el alma, sólo constatar que aún me habita. El sillón me da la espalda y, aunque no puedo ver, sé que está allí porque lo delata el vaivén suave, un mecerse casi imperceptible que eriza las cuerdas del cuerpo. No hay, entre el fantasma y yo, simbiosis posible aunque, en el fondo, él motive los lápices, las libretas y el decir mudo que jamás digo. A veces pienso que tragarme un sol podría ahuyentarlo, impedir la dosis de silencio que anula mis palabras.

Él: Los súcubos bailaban durante toda la madrugada, cada noche, en la orilla de la playa. Las olas se desplazaban iluminando el agua con las crestas blancas de la luna. Azul, su cabello era azul cobalto y sus ojos miraban con luz. Miré sus labios esponjados y sin darme cuenta estábamos besándonos. Janis Joplin cantaba desde sus caderas y la arena me emborrachó cada poro de nuestras pieles. Me dijo, la realidad no existe, con la boca llena de mi lengua. Cerré los ojos, el vértigo me daba vueltas y mis sienes bailaban el compás. Ella me contó la historia al oído. Era un cuento de un viejo amigo. Hablaba de un libro que no tenía letras, de una historia que pasó de generación en generación encerrada en un libro que no tenía nada escrito. Su uña arañó mi espalda y un hilo de sangre brotó. Con su dedo mojado en mi sangre escribió su nombre. Y entonces desperté.

miércoles, 2 de febrero de 2011

De casas vacías y otras metáforas

Ella: La casa grande, la casa enorme de morados nexos con la locura, la media puerta que se abre cuando la miro, porque cuando la miro la creo, la recreo. Me adentro en ella como si fuera un espejo que conduce a quién sabe dónde y qué importa. Yo camino o me camina la puerta de la casa grande, en este lugar no caben las preguntas de medio kilo que suelen abrirle a los bolsillos un hueco. Yo no sé, no quiero saberlo, yo camino y anémonas, yo camino y corales y algo como un poema hiere los ojos de mi poro abierto, de mi único poro, ese pequeño que rescaté del naufragio. Yo no sé cómo debo quebrar el lenguaje, cómo debo rajarle la cabeza a las palabras y pedirles que a mí no me den pájaro por cárcel, que es lo mismo y qué hace uno con el miedo, que diría Alejandra. A mí que no me den metáfora por gato aunque me gusten las metáforas. Si las miras de costado, un rasgo neblinoso cubre el suave contorno de su mano vacía, cada quien pone allí, en la mano blanquísima que es también azul, un guijarro y algún fósil, cada quien pone lo que puede según tiene, lo cierto es que los dedos azules que también son blancos, aunque llenos, jamás sostienen otra cosa que un puñado de aire.

Él: La casa estaba vacía. Las paredes blancas escupían luz a los ojos abiertos de par en par, alumbrando una soledad irrespirable, asombrados y ateridos, atornillados a esa nada inmensa que se le venía encima como una sábana fantasmal para cubrirlo todo. Nada. Ni un mueble, ni la huella de un cuadro en la pared, ni el latigazo del recuerdo de cómo era antes en la memoria. Todo tan hueco y lleno de reverberaciones que un lamento de cuatro mil años abrigaba sus oídos de una escarcha que pudiera ser nieve o simple caspa de tiempo descompuesto sobre los hombros. Recorrió el pasillo anochecido de repente, la sala puesta del revés, con los arquitrabados borrachos de vacío, las lunas de los espejos desgajadas de sus reflejos de horas sobre el papel, la chimenea ardiendo sin fuego, los suelos atravesados de hiel, las agujas clavadas en medio de un fieltro que cubre la frente, que seca las lágrimas que empiezan a caer entre segundos pasados que se hacen presentes y la rabia, la rabia que mueve un píe, otro píe, un paso más y la habitación sin la cama, sin los libros en el anaquel, sin el cuadro de Jimmy Hendrix, sin la foto de él. Vacía, completamente vacía de palabras, de mundos que caben en una sola mirada, de noches mirando las estrellas sobre Praga, de trenes cruzando su sueño a través de bosques dublineses, de caballitos de mar cabalgando en formación, de gatos andando enredados entre sus piernas, de globos de helio, de brujas, mil brujas, cantando una canción de Gustavo Cerati, haciendo muecas tras el cristal para que el niño pequeño del vecino se ponga a berrear. Nada, no quedaba nada. El papel estaba vacío, pero había miles de palabras aún que poner a caminar.